Mi padre me había dejado como
apellido coraje, pero en ese instante, el miedo invadía todo mi cuerpo. Mi cabeza daba vueltas
tratando de eliminar cualquier recuerdo de violencia registrado en ella. Pero a
pesar de ello se encadenaban a mí, como las raíces de un árbol a la tierra,
haciéndome rememorar todas las injusticias cometidas ante mí: violaciones,
esclavitud, guerras…
Todas ellas con el fin de hacerme
infeliz e intranquila, pero aunque cueste creerlo, no lo habían conseguido.
Mi sueño no era como el de cualquier
otra adolescente, poder alzar la voz ante todas las injusticias que el hombre
cometía diariamente me sentaría mejor que un plato de comida después de dos
semanas de hambruna.
Soy víctima de desigualdades sociales y
políticas, he sido violada, condenada a la esclavitud, incluso he visto como
asesinaban a mis padres con mis propios ojos. Pero puedo decir muy orgullosa que nadie ha conseguido
parar mis ideas aún.
Algunos me tomarán como una cobarde al
huir de mi país, pero esto no es tan simple como una huida, es la búsqueda de
una vida mejor, estable, una vida con derechos y sin desigualdades, donde poder
ser y hacer feliz a cualquiera.
A veces en la vida hay que tomar
decisiones que uno mismo no quiere, pero sean cuales sean, se trata de
aceptarlas y echarle valor. Y así es como yo emprendí mi viaje.
19 de enero de 2010.
Me subí en aquella barca a la que apodé
“esperanza”. Éramos 15 personas en escasos 2 metros cuadrados ,
pero todos con un mismo objetivo: la libertad y búsqueda de una vida mejor.
Atrás habíamos dejado lo único que
teníamos en manos de aquel viaje.
Al zarpar, mientras observaba el oleaje
del mar, pensaba en todo lo que me había ocurrido hasta ese momento y lo
afortunada que era, a pesar de todo, de poder seguir allí luchando por una vida
más justa y digna.
Día tras día veía como las ilusiones de
muchos de los navegantes se hacían mil pedazos. Las olas se llevaban a su paso numerosos sueños sin
realizar, junto con la vida de algunos aquellos que solo buscaban lo mejor para
ellos.
Pero a pesar de la dureza del camino, me
mantenía fuerte. Mi cuerpo, débil, aunque con una fuerza interior, me jugaba en
ocasiones malas pasadas, pero mi esperanza era mucho más fuerte que todo
aquello.
25 de enero de 2010.
Mi cuerpo no lograba sostenerse en pie.
Se me habían agotado todas las fuerzas de las que disponía. Pero entre el mareo
del viaje pude distinguir a lo lejos la presencia de tierra.
Al llegar a la orilla, solo quedábamos
cuatro personas, dos hombres, una mujer y yo. Enseguida caímos desplomados en
el suelo. Mi energía fallaba por momentos, mi cabeza ya no era dueña de mi
cuerpo.
Temiéndome lo peor, escribí un mensaje
en la arena: “Lo importante no es el camino, sino lo que has luchado para
recorrerlo.
Al fin y al cabo, “la esperanza es lo
último que se pierde”.